“En 2013, mi árbol cometió un terrible error. Convencido de que el invierno había llegado a su fin, extendió sus ramas e hizo brotar un nuevo contingente de agujas antes de que hubiese empezado el verano. Pero resultó que, contra todo pronóstico, en el mes de mayo se levantó una fuerte ventisca y, en apenas una semana, los campos quedaron cubiertos de nieve (…) Mis padres le practicaron la eutanasia al árbol: talaron el tronco y eliminaron todas las raíces (…) Mi árbol tuvo su momento y el tiempo lo cambió”.

Usted no ha venido aquí a cazar osos. Un principio desalentador que te acaba atrapando

Cuando pedí “La memoria secreta de las hojas” pensé en que me adentraría en una especie de “Una historia de casi todo”, de Bill Bryson: un relato sobre los árboles, las hojas, las raíces, cómo luchan contra los elementos, sus características y esperanzas en un mundo cada vez más hostil para las plantas. Me equivoqué y pasé una buena parte del libro quejándome en silencio de que aquello que estaba leyendo no cumplía para nada mis expectativas. De hecho, cuando busqué el título en inglés, “Lab Girl”, me di cuenta de que el meme Emosido engañado era lo único que cubría mis sentimientos en ese momento.

“Lab Girl” tenía mucho más sentido como título y me enfadó muchísimo que la editorial hubiera decidido titularlo “La memoria secreta de las hojas” en nuestro país, llevando a confusión y desaliento.

Sin embargo, como no soy una persona que deje tirado un libro a no ser que su calidad sea pésima, no tenga ningún tipo de argumento o esté tan terriblemente mal escrito que los ojos se me caigan a pedazos, decidí darle una oportunidad a Hope Jahren y descubrir que “La memoria secreta de las hojas” era más una biografía científica que un tratado sobre plantas. Y acerté.

Contar historias para ser ejemplo

A menudo solemos confundir a los científicos con superhéroes o superheroínas que sirven solamente a un fin, dispuestos a sacrificarlo todo por sus experimentos y cuyas vidas privadas, inquietudes y sentimientos están alejados del común de los mortales. Hope Jahren empezó muy joven trabajando en un laboratorio farmacéutico para pagarse la carrera y allí, en un trabajo repetitivo decidió, tras comprobar que por sí misma no salvaba vidas, que quería algo más.

Así comienza una historia de amor a la ciencia que nos lleva por varios escenarios, desde Minnesota a Noruega o Hawaii pero casi siempre acompañada por Billy, primero estudiante y luego amigo y fiel científico que llegó a dormir en el laboratorio por la falta de apoyos del gobierno americano y las instituciones a los proyectos de Jahren.

Los dos forman una pareja tanto cómica como perfecta al estilo de las mejores road movies y nos dan a conocer a los obreros de la ciencia: las salidas de campo con estudiantes, accidentes de tráfico, la desesperanza en los congresos cuando las propuestas de estudio no consiguen financiación o cómo sobrevivir con lo mínimo y comiendo comida congelada de la nevera del laboratorio.

“De los muchos millones de semillas caídas en cada hectárea de la superficie terrestre todos los años, germinan menos del cinco por ciento. De estas, solo el cinco por ciento sobrevivirán a su primer cumpleaños. Dada esta realidad, el primer y más importante experimento de cualquier estudio sobre árboles –conseguir que crezca un pimpollo- es, de hecho, un combate bajo malos auspicios abocado con casi total seguridad al fracaso. Por eso, la fase de plantación de pimpollos en el inicio de un estudio forestal es siempre una trabajosa victoria cobrada por un estoico investigador con un hondo sentimiento de fatalismo”

Al principio de esta reseña me quejaba de que no se trataba de lo que esperaba pero también reconocía que me equivoqué. Completamente. Aunque el libro pueda parecer engañoso, adentrarme en la vida de una científica reconocida mundialmente como es la doctora Jahren y conocer todas las peripecias increíbles que ha vivido trabajando por y para la ciencia al final ha constituido un aprendizaje único, un diálogo de tú a tú con el lector que iba aumentando mi interés según iba reconociendo que las píldoras de historias de árboles o características que nos cuenta entre capítulos de sus aventuras.

Después de leer “La memoria secreta de las hojas” amo aún más a las especies vegetales (sí, ortigas, incluso a vosotras) y amo aún más la ciencia, aunque no la comprenda del todo en la mayor parte de las veces. Y este amar la ciencia y comprender la vida de algunos científicos como Jahren, que a pesar de todo, ha tenido éxito, me lleva a cabrearme con el mundo porque el presupuesto destinado para estudios tan interesantes y reveladores como los de esta mujer sea tan exiguo que, aunque ahora hayan remontado y tengan su propio laboratorio, hicieron pasar infinidad de penurias a los protagonistas de estas memorias.

Geoquímica, geobióloga vocacional. Hope Jahren como modelo

Su padre era científico y gracias a él y a sus trasteos en el laboratorio, decidió desde muy joven que quería dedicarse en cuerpo y alma a la ciencia. Aunque las cosas han mejorado desde sus inicios, el hecho de ser mujer científica le ha granjeado enemistades y discriminación, pero reconoce que otros proyectos pudieron completarse gracias a eso mismo.

Jahren es graduada cum laude en Geología por la Universidad de Minnesota, doctora por la Universidad de California Berkeley, profesora en el Instituto de Tecnología de Georgia y en la Johns Hopskins, beca fullbright en la Universidad de Copenhagen, profesora en la Universidad de Hawaii y actualmente, en Oslo.

Sus estudios sobre árboles fósiles le han llevado a ganar la medalla Donath (Geological Society of America) en 2001, medalla Macelwane en 2005, medalla de la Sociedad Australiana de Investigación Médica y miembro de la Academia Noruega de Ciencias y Letras en 2018. “Time” la considera una de las 100 personas más influyentes del mundo” y todo esto, como nos cuenta en su libro, empezó tirando de un carrito en la farmacia de un hospital. Una vida dedicada a la ciencia que, como nos dice en su libro:

“Un cactus no vive en el desierto por placer; vive allí porque el desierto aún no lo ha matado”.

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Natalia Calvo Torel
Escribo, transcribo y traduzco cuando no estoy aspirando pelos de mis gatos, aunque de verdad soy arqueóloga medievalista y voluntaria como arqueóloga en la Asociación Para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH). Trabajo en la Semana Negra de Gijón y os cuento mis historias en Fantasymundo desde 2005. A veces logro que la pila de libros pendientes baje un poco, aunque necesitaré una casa nueva en breve. ¡Aúpa ahí!

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