El cine francés goza desde hace décadas de un saludable equilibrio entre la taquilla y la crítica, sobre todo en aquellos productos más de tipo mainstream. Y tiene lo que quizá el cine español no acaba de conseguir: una industria consolidada, con apoyo estatal y que es capaz de generar éxitos que son vistos por millones de espectadores y son fácilmente exportables a otros países; incluso generan más de uno (y de dos, y de tres…) remakes por parte de las productoras de Hollywood a la caza de ideas (a menudo les faltan): quién no recuerda, por ejemplo, «Tres solteros y un biberón» (Coline Serreau, 1985) y en el remake (sin tanta gracia ni trasfondo social) estadounidense, «Tres solteros y un bebé» (Leonard Nimoy, 1987).

Más recientemente la pareja de directores Olivier Nakache y Éric Toledano directamente lo “petaron” con «Intocable» (2011), película que no sólo llenó las salas francesas, sino también las de prácticamente todos los países en las que se estrenó, logrando rentabilizar su discreto presupuesto (en clave europea, claro) de 9,5 millones de euros y transformarlos en 360 millones de taquillaje, cosechando premios dentro y fuera de Francia, abriendo la puerta a varios remakes en otros países y convirtiendo a Omar Sy, especialmente, y a François Cluzet en estrellas. Un pelotazo como éste es difícil de repetir, pues son tantas las expectativas generadas en películas de estos dos directores y en otras claramente identificables con su cine, que la respuesta puede ser “meh, no es como Intocable. Así, «Samba» (2014), de nuevo con Sy acompañado esta vez por Charlotte Gainsbourg y Tahar Rahim, no cumplió las ansias de los espectadores que se acercaron a una sala de cine a verla. Tampoco parece que ambos directores vayan a reeditar los laureles con su película más reciente, «C’est la vie» (2017), que, pásmese el espectador hispano, no es el título original de la cinta –Le Sens de la fête, “el significado (o el sentido] de la fiesta”–, sino una adaptación sui generis que quizá algún distribuidor algún día nos explique.

Que no sea el nuevo «Intocable» no significa que esta película, que en Francia tuvo unos resultados más bien discretos, no valga la pena. De hecho, la paradójica recomendación de quien escribe estas líneas es acudir a una sala de cine sin ninguna idea preconcebida, sin saber prácticamente nada… que es lo que yo hice. “Una película de los creadores de Intocable”, me comentaron o leí. Pereza inicial hace un mes. “Bueno, pasaré un rato entretenido”, pensé después. Y así me aposenté en el pase de prensa sin saber y sobre todo sin esperar nada. Fue lo mejor.

¿De qué va la cosa? Pues de una empresa de catering que organiza bodas, bautizos y comuniones, dirigida por Max (Jean-Pierre Bacri), que está pensando en retirarse de un negocio que exige mucha dedicación, escasas novedades y más de un quebradero de cabeza. Una boda en un castillo del siglo XVII a las afueras de París será la ocasión para mostrarnos el funcionamiento de todo servicio de catering que se precie y que no se limita al yantar: la recepción de los invitados, el aperitivo, las fotos, el entretenimiento musical mediante un grupo más o menos “profesional”, el banquete propiamente dicho, los discursos, las sorpresas… en fin, quién no ha ido invitad a una boda y no conoce el “protocolo”, especialmente en cuanto a la pitanza y lo que la rodea, y quién no se ha ruborizado de vergüenza ajena ante numeritos como el de la corbata del novio y la liga dela novia, que tienen la versión francesa en el numerito de las servilletas al aire, cosa que saca de quicio al estirado novio de esta boda que vemos en pantalla.

«C’est la vie» empieza, se desarrolla y concluye sobre patrones cómicos más que archiconocidos y que funcionan muy bien. Por tanto, si funcionan, no los toques. La crítica social se limita a reírnos de las ínfulas intelectualoides del novio (Benjamin Lavernhe), sino también de las patochadas del fotógrafo venido a menos, Guy (Jean-Paul Rouve) o Julien (Vincent Macaigne), el cuñado camarero de Max y sus constantes correcciones lingüísticas, el desparpajo de la asistente de Max, la segunda al mando, Adèle (Eye Hadaïra, en un rol que constantemente evoca a Omar Sy), la novatez del camarero que no es tal peor necesita el dinero que pagan, Samy (Alban Ivanov), el cantamañanismo del animador musical, James (Gilles Lellouche) o las cuitas de los camareros tamiles, que juegan con el choque cultural. Y por no hablar de la madre del novio, la propia novia o Josiane (Suzanne Clément), que anda algo harta de la relación que mantiene con Max y de que este no se decida a romper con su mujer.

El juego de enredos está implícito en toda comedia que se precie y esta no se sale de la norma, con mayor o menor gracia. Y es cierto que todo se ve venir de lejos. Pero lo que convierte a esta comedia en algo que merece ir a una sala de cine es que la mezcla de situaciones, de personajes que chocan entre sí y de momentos más o menos graciosos está bien conseguida.

El desarrollo de una boda y de la celebración que la acompaña, así como el choteo sobre actitudes y comportamientos “sociales” que tienen que ver con todo ello (cuántos aires de grandeza nutren una boda), dan mucho de sí; el cuñadismo no es algo netamente español, puede verse en otros países y una boda es la ocasión ideal para contemplarlo y reírnos sin pudor. A todo ello, si hay algo realmente hortera en la cultura popular actual, eso es una boda, y la película (re)incide en ello, sin hacer excesiva mala sangre (lo espumoso abunda). La idea es que nos divirtamos con lo que puede salir mal en un acontecimiento que se recordará toda la vida. Y de eso se trata: de reírnos de los demás, aunque en el fondo lo estamos haciendo de nosotros mismos.

Como conclusión, «C’est la vie» es una divertida película y que sabemos que no dejará poso en el espectador. Pero como mero entretenimiento, estás más que bien. Y eso, hoy en día, no es tan fácil de conseguir.

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Óscar González
Historiador, profesor colaborador y tutor universitario, lector profesional, cinéfilo, seriéfilo..

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