Una canción irlandesa

Si uno recuerda, siquiera vagamente, un clásico como “El hombre tranquilo” (John Ford, 1952), tendrá en la retina algunas imágenes icónicas de este filme: la campiña verde, las peculiaridades de los vecinos, el marido que arrastra a su esposa (y que se deja llevar de ese modo), rodeados de vecinos que se van apelotonando, sobre todo cuando comienza la pelea a puñetazos de punta a punta del pueblo entre el esposo y su cuñado. Ford, hijo de inmigrantes irlandeses, creaba una postal irlandesa tradicional, cuando en realidad poco (o nada, campos verdes al margen) quedaba ya de ese mundo que el director estadounidense evocaba a partir de recuerdos de sus padres. La Irlanda que pintaba Ford a mediados de los años cincuenta, idílica hasta decir basta, podía dar el pego a los espectadores estadounidenses (y del resto del mundo), pero no dejaba de ser una sucesión de clichés, bien hilvanados, que el guion de Frank S. Nugent construía a partir de un relato homónimo de Maurice Walsh publicado en 1933 y la audiencia aceptaba encantada. La fotografía de Winton C. Hoch (se llevó un Oscar, además del que ganó Ford como director) y la música de Victor Young acompañaban a un elenco de actores, como suele decirse (otro cliché), en estado de gracia. Y es que, ¡menudo peliculón era “El hombre tranquilo”! Que levanten la mano quienes, si la echan por televisión, vuelve a verla…

«Una canción irlandesa» resulta ideal para una tarde-noche de cine sin más pretensiones

“Una canción irlandesa” –traducción facilona del original “Wild Mountain Thyme”, que a su vez es el título de una canción tradicional escocesa-irlandesa– es la adaptación de una obra teatral, “Outside Mullingar”, del prolífico dramaturgo y cineasta John Patrick Shanley (“Joe contra el volcán”, “La duda”), que también se encarga aquí de escribir el guion y dirigirla. Y no tiene nada que ver con el filme de Ford, más allá de lo idealizado. Es la historia de dos familias irlandesas, los Muldoon y los Reilly, de esas que llevan viviendo siglo y medio en dos granjas contiguas y cuyos herederos, Rosemary (Emily Blunt) y Anthony (Jamie Dornan), parecían destinados a estar juntos desde pequeños, pero que, no sabes muy bien por qué (y tampoco importa), no llegaron a casarse. Dos (ya no tan) jóvenes peculiares: la algo excéntrica Rosemary, quien adora “El lago de los cisnes” de Chaikovski (se considera un cisne blanco) y recibió un derecho de paso de la granja Reilly por parte de su padre (quien solía disparar contra los cuervos), y el bastante atolondrado Anthony, a quien su padre, Tony (Christopher Walken), no acaba de ver como el heredero de la finca, hasta el punto de considerar digno de recibirla un sobrino estadounidense, Adam (Jon Hamm).

Póster de Una canción irlandesaTodo un poco enrevesado, ¿verdad? Pero la cosa se va explicando poco a poco y se centra en esos dos tontorrones que por esas circunstancias de la vida no acaban de estar juntos… y hasta el vecino del quinto sabe que acabarán juntos. Todo ello rodeado de esos campos verdes y la música tradicional que evoca la banda sonora de Amelia Warner, además de esa canción, “Wild Mountain Thyme”, que se escucha unas cuantas veces (Blunt tiene buena voz, como ya demostró en “El regreso de Mary Poppins”; Dornan no lo hace mal) y que también intuyes que será la que cierre el filme con todo el mundo en la taberna cantándola con los ojos llorosos de emoción. Vamos, con un eco a “El hombre tranquilo”, pero aún más lleno de topicazos irlandeses, si cabe.

No la estoy pintando demasiado apetecible, ¿verdad? La crítica especializada, en todas partes, la ha puesto verde (y no como la campiña irlandesa), criticando los diálogos imposibles del guion y su evidente dependencia del lenguaje teatral original, la dicción impostada de sus protagonistas (en el caso de Walken uno se pregunta quién diablos va a creerse que es un granjero irlandés), la rareza de algunos personajes secundarios (como ese extravagante local llamado Cleary) o la previsibilidad de todo el envoltorio o la pastelada que resulta todo el producto. Y es cierto que hay un poco de todo ello… y es cierto que el espectador puede salir encantado de la sala de cine (al menos le ha sucedido a quien esto escribe). Pues los personajes principales te seducen, su química funciona de forma inopinada (de Blunt te lo esperabas, del soso de Dornan te sorprende), hay situaciones divertidas y momentos emotivos que te llegan; y si eres capaz de superar la incredulidad de lo que te están contando (incluido ese personaje metido con calzador que interpreta un Hamm muy rollo «Mad Men») o de no empacharte por tanto campo verde, la película depara una muy agradable velada.

Contra todo pronóstico inicial (y los prejuicios que uno quiera tener), «Una canción irlandesa» resulta ideal para una tarde-noche de cine sin más pretensiones (aunque la película las tenga) que pasar un buen rato. Igual hasta te unes al coro en la secuencia final… del mismo modo que te habrías apelotonado junto a los vecinos que veían como John Wayne y Victor McLaglen se zurraban de lo lindo en el clásico de John Ford. “Will you go, Lassie, go…

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Óscar González
Historiador, profesor colaborador y tutor universitario, lector profesional, cinéfilo, seriéfilo..

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