Queridos blancos

Corría el año 2014 cuando, en el Sundance Film Festival, cuna del cine indie, el desconocido director Justin Simien (USA, 1983) estrenaba su modesta película de tema racial ‘Dear White People’ (Queridos blancos). Aquel era el final de un largo camino. Desde 2007, período durante el cual el mismo Simien estuvo escribiendo el guion, pasando por 2013, cuando durante el Tribeca Film Festival mantuvo numerosas reuniones en busca de un productor, hasta ese momento, cuando por fin veía en gran pantalla y ante el público el resultado de su proyecto y Opera Prima. Al apagarse las luces del festival, la película no obtuvo galardones reseñables, pero sí llamó suficiente la atención como para que Netflix llegase a coproducir una serie sobre la base de su idea.

En 2017, con Justin Simien en el proyecto, y liderando la producción dos empresas del audiovisual tan potentes como Netflix y Lionsgate Films, la serie nos mostraba su primera temporada -o primer “volumen”-.

La base es la esencia de la película original: la vida de un grupo de jóvenes negros en una ficticia universidad estadounidense de élite, perteneciente a The Ivy League (la Winchester University), repleta de jóvenes blancos. Este grupo de amigos de color busca lidiar con el racismo sistémico y con las barreras que para esa lidia suponen tanto que el “presidente” de la academia sea un exalumno de color, como que el “presidente” de los alumnos sea también de color (hijo, a su vez, del presidente de la universidad). Ambos, padre e hijo, son la pantalla ideal de los ricos blancos de derechas, propietarios y financiadores de la universidad, y antaño declaradamente racistas.

La cosa se enrevesa todavía más cuando la novia de este último es una líder estudiantil, cabeza del movimiento que reivindica los derechos de las personas de color en el campus, y que semanalmente se dirige a toda la comunidad negra de la universidad a través de su programa de radio llamado “Queridos blancos”. Esta alumna, Samantha White (sí, una alumna de color apellidada White), no es una protagonista al uso, pues su función no es la de liderar el elenco sino la de introducirlo, la de servir de hilo conductor hacia cada una de las individualidades y las historias que forma su grupo de amigos. Porque esta es, precisamente, una de las fuerzas mayores de esta serie: su grupo de personajes protagonistas, su capacidad para mantener lo colectivo por encima de lo individual, de definir personajes relevantes al tiempo que equilibra sus historias con la trama e hilos argumentales del guion.

Esta es la matriz de la serie en el comienzo y, sin duda, de toda la primera temporada (compuesta de diez capítulos de casi una hora de duración cada uno). Una temporada fuertemente marcada por el tema racial. De hecho, todo comienza cuando, en una fiesta promovida por un joven blanco de prestigiosa familia (amigo del hijo del “presidente” de la universidad”), se disparan los comentarios alrededor del último programa de “Queridos blancos”. En esa fiesta están cuando, en un momento dado, la mala interpretación de uno de esos comentarios despierta las susceptibilidades de los alumnos negros respecto al comentario hecho un alumno blanco. Este incidente es el motor narrativo de los diez episodios. Y es el leitmotiv del tráiler que tanta expectación llegó a despertar en su día en Estados Unidos -hasta el punto de que grupos blancos, algunos incluso supremacistas, pidieron el boicot a la serie y a Netflix tachándola de racista contra los blancos-.

Entonces, ¿es tan fiera la serie como se pinta? En absoluto. Sí es verdad que comienza intentando usar la polémica, de forma descarada, como gancho para atraer a su público claramente objetivo: la gente negra joven. Y esta atracción se hace de forma eficaz: el elenco es heterogéneo, con casuísticas muy diferentes, permitiendo que distintos subgrupos de la audiencia puedan tener su personaje o personajes de referencia, pegarse a él/ella y seguir su desarrollo. Tenemos a Troy (Brandon P. Bell), el hijo del presidente de la universidad, un joven acomodado en busca de su identidad, atrapado entre el activismo intenso de su pareja y el férreo conservadurismo de su padre. A Lionel (Lionel Higgins), homosexual y virgen, busca abrirse al mundo a través del periodismo y el pequeño periódico universitario en el que entra como un escriba más. Coco (Antoinette Robertson), una joven de familia humilde que accedió a una universidad de élite a través de la beneficencia blanca y que, aún así, tiene claro que debe luchar y trabajar más que los demás para conseguir lo mismo -aunque no tengamos claro si es por su raza, su clase o por ambas-. Reggie (Marque Richardson), otro activista que busca un sitio y una identidad. Entre otros.

Queridos blancosComo nota contrapuntística tenemos a Gabe (John Patrick Amedori), un joven blanco amante del cine documental, defensor de la causa negra y profundamente crítico con el racismo imperante en el campus. Gabe es la pareja de Sam. Una pareja interracial, coincidentes en su causa respectiva, pero que deben esconderse de los demás por el “qué dirán” de sus distintas comunidades raciales. Una ironía o un contrasentido muy bien construido, que le aporta una fuerza extra al argumento, pero que no aguanta, como el tema racial en general, el paso de los episodios.

Y es que esta primera temporada de «Queridos blancos», con momentos gloriosos cargados de una fuerte intensidad: enfrentamientos físicos y verbales (sin violencia, pero con un marcado y muy expresivo lenguaje corporal), diálogos tanto dentro de la comunidad negra como con la comunidad blanca con una importante carga ética y moral, o incluso escenas de humor cargados de ironía, se diluye poco a poco, languidece lenta pero indefectiblemente, hasta aburrirnos someramente en su recta final. Lo hace a base de repetir argumentos una y otra vez, de insistir en los distintos temas principales desde distintas perspectivas, pero sin abrirse a otros temas nuevos. Y, como consecuencia de esto, la serie aplana a sus personajes hasta reducirlos -a no pocos de ellos- casi a un cliché.

El más afectado por esto es, claro, el personaje sobre el que giran todos los demás: Sam. Tanto es así que cada vez que Sam gana protagonismo la serie parece que pierde tensión, mientras que pasa exactamente al revés cuando nos alejamos de ella para centrarnos en los demás personajes de la serie. Sam se convierte, poco a poco, en un significante vacío de la lucha por los derechos de la comunidad negra, aportándole esa impronta a los que se le acercan, quienes, a su vez, tienen la oportunidad de definirse como personajes con vida propia; mientras la pobre Sam queda más y más arrinconada en su lado del ring con cada minuto que pasa. Y la primera temporada evoluciona así: con Sam evangelista repasando su catecismo ante todos los demás personajes mientras estos reafirman su personalidad en relación a estos temas. Aburrido, ¿verdad?

Queridos blancosPor suerte, y si se resiste esta primera temporada, de fulgurante comienzo, pero lento declinar, la recompensa que espera es extraordinaria. Porque la segunda temporada de ‘Queridos blancos’ no solo es la mejor temporada -con diferencia- de toda la serie si no, muy posiblemente, una de las mejores temporadas de cualquier serie emitida durante 2018. De repente la serie, hasta entonces centrada en el tema identitario, se abre como una flor a nuevos temas y nuevas perspectivas. Los personajes, enclaustrados en sí mismos, se dan la oportunidad de abrirse ya definitivamente al mundo, exponiéndose a los demás, explorando esa parte de su personalidad que en la temporada anterior únicamente intuimos, y que ahora nos dan la oportunidad de conocer más a fondo.

Cada capítulo, de hecho, explora a cada uno de los personajes del elenco, en orden sucesivo, abriéndose así a las múltiples dimensiones y diversos temas que nos ofrecen: la homosexualidad en una sociedad puritana y castradora, incluso la relación de la comunidad gay con otras comunidades; la relación de la raza con otras diferenciaciones sociales como la de origen social, nivel de renta o nivel educativo; las parejas interraciales y cómo ha evolucionado la percepción de esta situación (si es que lo ha hecho, claro) en la sociedad estadounidense; sobre el hecho de que las personas de origen humilde deben esforzarse más y luchar mucho más que aquellos que lo han tenido mejor en la vida; o cómo el adaptarse a una -o en una- sociedad en la que todos te miran de forma sospechosa, como si fueses el bicho raro, exige sacrificios personales, muchas veces por encima de lo tolerable.

Esta transición se hace de una forma natural y brillante. Simplemente, los guiones pasan a centrarse en escenas más pequeñas, con menos personajes, donde las grandes asambleas, los grupos de debate o las conversaciones corales dan paso a algo totalmente distinto. En la segunda temporada predomina el diálogo, la conversación entre dos que, debatiendo o compartiendo confidencias, buscan alcanzar algún tipo de conclusión sobre quiénes son, qué van a hacer con sus vidas o, simplemente, hacia dónde van a orientarlas ahora. Tampoco será extraño que veamos a personajes reflexionando consigo mismos, analizando sus actos, percibiendo cómo esa realidad cambiante les afecta en su vida actual y futura.

Queridos blancosEste pequeño cambio en los guiones tiene un efecto transcendental sobre el tono general de la serie. Al ser más pequeña, la serie cambia los debates pretendida -y a veces presuntuosamente- trascendentales, por un análisis más concreto, personal e incluso intimista de la vida y sus cosas. Así es como conseguimos conocer mejor a los personajes, sus orígenes, deseos y preocupaciones. Y como sus preocupaciones son, y representan, las preocupaciones que mueven el corazón de la serie, los temas personales pasan a ser temas colectivos, a representar “nuestros temas”, a importarnos los personajes por sus temas son nuestros y, por tanto, su vida la sentimos también como parte de la nuestra.

La empatía y comunión personaje-espectador conseguida en la brillante segunda temporada de «Queridos blancos» desaparece, de repente, en la tercera. Porque, como forma de maduración narrativa, alguien pensó que sería una buena idea mezclar las esencias que definían a las dos temporadas anteriores. Pues bien, ¿qué pasa cuando juntas lo regular con lo sublime? Lo regular desaparece, pero también lo hace lo excepcional, dando como resultado lo corriente y, en cierto sentido, también, lo banal. A esta banalización debemos añadir cierta confusión en el desarrollo de la temporada que hace que, en no pocas ocasiones, sea difícil seguir con coherencia a los hechos y a los personajes.

Otra característica que resta interés a esta temporada es la insistente repetición de los temas explorados y los perfiles de personaje dibujados en la segunda temporada. De esta forma, personajes que conocieron una sorprendente evolución entonces, abriéndose a la vida como no habían hecho hasta entonces, deciden al unísono que la mejor idea es quedarse donde están y seguir reflexionando y probando el nuevo status quo conseguido. Lo hacen así para, sobre un entorno estable, volver a retomar temas que quedaron algo rezagados como, nuevamente, las diferencias sociales de raza. Eso sí, no en escenas pequeñas de diálogo o de debate intenso, sino de asambleas enormes, grupos variopintos o confusas reuniones en los salones del campus. Un lío, vamos.

Entonces, ¿veo «Queridos blancos» o no la veo?

Si pudiese, os recomendaría ver, sí o sí, la segunda temporada de ‘Queridos blancos’, y olvidaros de todo lo demás. La primera temporada es una introducción eterna al tema del racismo, donde el monólogo asambleario y el discurso grandilocuente son las herramientas comunicativas más efectivas; muy claramente orientadas, además, a un grupo de interés joven y negro. La segunda temporada deja a un lado el panfletarismo y abraza el humanismo, se abre a temas más transversales y empieza a ver el lado más universal del elenco protagonista, aquel capaz de conectar con cualquier joven del mundo (independientemente de su raza y lugar de origen). Además, las personas maduras o el mundo adulto se adentran con mayor protagonismo y más sentido, los padres y las familias aportan su grano de arena a los personajes jóvenes y a la realidad que ellos ahora experimentan -y que sus padres ayudaron a construir-. Mientras que la tercera es un plato con tropezones donde el sentido de la receta es coger todos los ingredientes anteriores, triturarlos para que no se note, y mezclarlos bien. Se han hecho correctamente los dos primeros pasos, pero no el tercero. El resultado es una mezcla desordenada y caótica de elementos, con momentos memorables, pero, en líneas generales, previsible, confusa y poco original.

A esto debemos añadir un trato llamativamente mojigato del sexo. Quizás sea porque va dirigido al público joven y no se quieran meter en problemas. Pero, teniendo en cuenta que uno de los caballos de batalla de la serie es la apertura de la sexualidad a otras experiencias y a otros modelos distintos del heterosexual, cabe preguntarse: ¿es sostenible, por coherencia, ver una serie de mensaje sexualmente transgresor pero que, sin embargo, se muestra formalmente más apegada que muchas otras al conservadurismo cutre de plano rebuscado y sábana hasta el pescuezo?

Ahora, dicho esto, que cada quién decida.

Anexo: Cuarta y última temporada

En otoño de este 2020 Netflix estrenará la cuarta y última temporada de «Queridos blancos». Quizás no sea una mala decisión esperar a entonces, para saber si uno se enfrenta a la serie completa o no. Con todo, estamos ante una serie que sí aporta algunos capítulos memorables, momentos destacados, personajes sólidos y, especialmente, temas tratados de forma directa y con diálogos que invitan a la reflexión seria y bien fundamentada. Personalmente, la he visto y no me arrepiento de haberlo hecho. Creo que ha sido un tiempo bien invertido. Y solo la segunda temporada, por sí sola, ya ha hecho que mereciese la pena. De ser yo quién, ahora mismo, está leyendo esto al otro lado de la pantalla, le daría una oportunidad. Aproveche ahora, que tiene tiempo.

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Fco. Martínez Hidalgo
Filólogo, politólogo y proyecto de psicólogo. Crítico literario. Lector empedernido. Mourinhista de la vida.

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