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“Loki” demuestra, una semana más, que se puede contar una historia de proporciones cósmicas sin dejar de lado la exploración de personajes y de temas profundos. La espectacularidad y la fantasía no están en absoluto reñidas con el sentimiento. Tampoco con el desarrollo de tramas más intimistas, que buscan respuestas a preguntas de carácter personal.

“Viaje al misterio” nos lleva a los confines del tiempo, en una aventura que habrá de afectar irremediablemente a los cimientos del UCM y las reglas que rigen el multiverso. Sin embargo, todas estas cuestiones pasan a un segundo plano cuando la serie se toma tiempo para respirar en medio de la locura y nos ofrece ese “algo más” que marca la diferencia.

El verdadero núcleo de la serie no está en la AVT, los viajes en el tiempo o las realidades alternativas. Está en Loki (Tom Hiddleston) que, mientras interactúa con las distintas versiones de sí mismo que se cruzan en su camino, tiene la oportunidad de verse desde fuera, conocerse de un modo que ni siquiera debería ser posible. Así, se observa cometer los mismos errores que han marcado su vida. También descubre de primera mano las consecuencias que sus actos tienen para los demás y, a la larga, para él mismo.

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Su búsqueda desesperada de propósito e identidad, su necesidad de demostrarse digno, conducen irremediablemente a la muerte o la soledad, a la traición y la repetición de patrones de los que parece imposible escapar. De los que, en realidad, no se le permite escapar. Las reflexiones acerca del libre albedrío y el predeterminismo siguen muy presentes, ya desde el capítulo uno, pero es en este tramo final cuando nuestro protagonista toma la decisión: se niega a seguir interpretando el papel en el que le han encasillado, se niega a terminar solo. El cambio es posible. Es la esencia del caos, al fin y al cabo. El villano puede ser el héroe. Él, también, tiene derecho a su final feliz, o al menos a la oportunidad de ganárselo.

Este Loki no busca gobernar, porque sabe que eso no le hará sentirse realizado, no llenara el vacío de su interior. La prueba definitiva del cambio está su conexión con Sylvie (Sophia Di Martino), con Mobius (Owen Wilson), y en el efecto que su ejemplo tiene en sus otros yo. De esta forma, le devuelve la esperanza al Loki Clásico (Richard E. Grant), fantástico personaje lleno de matices e interpretado a la perfección que, a su vez, da una lección de habilidad mágica y sabiduría de la que su yo más joven haría bien en tomar nota. Es el Dios del Engaño, no de las dagas (aunque una sea la ancestral Lævateinn). Es hora de utilizar ese potencial que tiene, le va a hacer falta.

«Loki» hace malabares con las ideas más extravagantes y consigue emociones genuinas.

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El penúltimo episodio, más que ninguno, se zambulle orgullosamente en el material de origen. Es un festín de referencias y guiños. Un espectáculo visual de nivel cinematográfico, que hace malabares con las ideas más extravagantes y a través de ellas consigue emociones genuinas. Hay humor, tragedia, amor y amistad. Sí, también un caimán, trajes de vivos colores y un monstruo de humo. Es un disparate asombroso y conmovedor. Es Loki.

Lo único que no ha llegado a convencerme es la ausencia de la astucia que, en teoría, caracteriza al protagonista. Sus planes, aunque atrevidos, carecen del ingenio que demostró en otras ocasiones. Quizás el próximo miércoles…

Aún no sabemos quién está detrás de todo, pero no hay prisa. Con gusto esperaría unos cuantos capítulos más para descubrir el misterio, si con ello pudiera alargar el viaje.

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