Al final de la escalera

Gran parte de los tópicos, clichés, códigos y fórmulas de los que se nutre el actual cine de terror tienen su origen en la película de 1979 «Al final de la escalera» (The Changeling). Estrenada en los estertores de una década en la que se han producido películas de terror revolucionarias, como consecuencia de las demandas de un público cada vez más exigente e incrédulo, Al final de la escalera sería el canto de cisne, el último gran producto de un género que, desde entonces, se ha quedado huérfano en ideas. Aunque diametralmente distinta de muchos de sus contemporáneos – «El exorcista»; «La matanza de Texas» (ambas de 1973); «Carrie» (1976) o «Las colinas tienen ojos», por citar sólo unos cuantos ejemplos -en cuanto a calidad, intenciones y presupuesto-, coincide con ellos en su faceta transgresora, rupturista respecto al cine de terror comercial, de rentabilidad probada, de la Hammer y los Corman. Como muchos de ellos es un proyecto aislado, entendido desde su particularidad, pero enmarcado en un contexto imprescindible, necesario y, en ocasiones, casi accidental; entre otras cosas, porque abandona temas predilectos de su tiempo, como las profecías o los asesinos en serie (revisión del miedo hacia lo desconocido desde el prisma de una sociedad en completa bonanza y opulencia) y se centra en una materia muy americana, pero un tanto mundana: la casa encantada.

«Al final de la escalera« ni siquiera partía, en ese sentido, de una premisa original: ya existía, al respecto, una nutrida bibliografía que iba desde Edgar Allan Poe hasta Richard Matheson que servía de modelo al cine. Proyectos como «The haunting» (1963), de Robert Wise (el director de la edulcorada «Sonrisas y lágrimas») eran una buena prueba de ello. Ésta, y sobre todo la película que nos ocupa, abandonarán el clasicismo en el tratamiento de esta temática para experimentar con un lenguaje mucho más impactante y reconocible, así como sugerentemente visual. La subsistencia, derivada de la capacidad de este cine para adaptarse a su contexto social, se imponía al puro instinto artístico; a pesar de esta puntualización, «Al final de la escalera» constituye la más perfecta comunión entre cine- espectáculo y cine como arte.

Póster de Al final de la escalera (The Changeling)La responsabilidad de que esto sea así la comparten, a partes iguales, un director eficaz, un canadiense llamado Peter Medak, que rodaría el mejor film de su carrera, y un actor consagrado, el inconmensurable George C. Scott. Al primero hay que culpabilizarle, principalmente, de la elegancia de un título que consigue transmitir el más absoluto terror sin abusar de la sangre. Para realizar algo tan difícil hoy en día, Medak se sirve de unas técnicas cinematográficas tan obvias como rotundamente efectivas: unos planos en picado que siguen a Scott en sus paseos por la casa de Chessman Park, como si estuviera siendo observado y vigilado en todo momento; una sabia y muy correcta disposición de la cámara que juega con ángulos y perspectivas desde los que mostrar y potenciar el miedo desnudo, sin ambages; el rotundo plasticismo de una milimétrica puesta en escena, que dota de una entidad terrorífica propia a la mansión; unas secuencias que se interrumpen abruptamente, en mitad de una acción que se intuye continuada en el tiempo, logrando un efecto de gran dinamismo temporal; una espléndida dirección de actores que llega a hacer buena la interpretación de Melvyn Douglas -impávido galán de la década de los cuarenta más conocido por haber logrado el hito de hacer reír a la Garbo en Ninotchka (1939) con su antológica caída que por sus dotes interpretativas- rescatado para un pequeño, pero importante, papel en la función. Por si no bastara con esto, Medak entiende perfectamente el medido y magistral guión de la película, concluyendo que la gran baza de la misma se basa en la fractura absoluta de lo cotidiano y en su conflicto con lo extraño.

El hombre encargado de hacer patente ese conflicto es George C. Scott, quien encarna, en esta ocasión, a un compositor –John Russell– que ha sufrido la reciente pérdida de su esposa e hija en un estúpido accidente de tráfico. Scott, un sobrio actor generalmente de reparto («El buscavidas» o «Teléfono rojo: volamos hacia Moscú»), y ganador de un Óscar por su descomunal interpretación del general Patton en la película homónima de Franklin J. Schaffner (1970, con guión de Francis F. Coppola), está perfecto y sumamente creíble exteriorizando su pena, su angustia, su sorpresa. John Russell es un hombre obligado a seguir viviendo su vida, culto, educado, tranquilo, que se ve involucrado en una serie de acontecimientos cuyo origen se remonta a unos sesenta años atrás.

Mediado el metraje, Russell resumirá estos acontecimientos en un reflexivo monólogo que mantiene con su compañera Claire (Trish Van Devere): «Ella dijo que la casa no quería ser habitada, pero se equivocó; todo lo que sucede es para enviarme al final de la escalera«. En la comprensión de estos sucesos que escapan al entendimiento, de este terror, es en donde reside la verdadera clave de la película. Medak rueda este momento con un oficio indiscutible, presentando al espectador la catarsis del film con una apabullante naturalidad, tónica constante del film. No extraña, por lo tanto, que, en momentos de tanta tensión como los que plantea la historia, surja un romance nunca consumado en la pantalla (eran otros tiempos en los que no hacía ninguna falta redundar en lo obvio), entre el compositor y la anticuaria (Trish Van Devere protagonizará uno de los más angustiosos instantes de esta obra, dejando para los anales del cine uno de los mejores gritos de horror que el séptimo arte ha conocido jamás), resultado lógico del tormento que estos dos personajes, de explosiva química, han sufrido.

Al final de la escaleraLas acciones de Scott son plausibles por la fuerza de un guión que escarba en lo habitual, centrado más en el suspense y en la coherencia argumental que en el golpe de efecto momentáneo. Un guión que convierte los pequeños detalles en herramientas para asustar con solvencia. Nada en «Al final de la escalera» es azaroso. El piano, instrumento de trabajo de Russell, por ejemplo, se transforma en uno de los mejores vehículos para inquietar al espectador, y no sólo porque la propia banda sonora – creada por Ken Wannberg y Rick Willins– utilice tonalidades de este mismo instrumento de forma sobresaliente: el músico aporrea en su piano una canción que parece composición propia, pero que luego se desvela como una de las más brillantes armas para la creación de la intriga terrorífica. La silla de ruedas, los golpes que se repiten durante medio minuto y que podrían parecer obra de unas cañerías antiguas, incluso la grabadora (recurso que después será empleado, muy burdamente, por Shyamalan en «El sexto sentido»), son presentadas con una naturalidad tal que después, cuando se destapan como utensilios al servicio del pánico, el espectador, vencido por la absoluta sorpresa, se apretuja incómodo en su asiento. Porque, insisto, la grandeza de «Al final de la escalera» consiste en fragmentar lo anodino, lo común, para tornarlo extraordinario.

Cuando eso se consigue, las escenas más pavorosas vienen solas. La sesión de espiritismo – «Al final de la escalera» es la primera película que la utilizará como leit motiv- es desconcertantemente austera, justamente como uno imaginaría que es un evento de esta categoría. Los Harmond nada tienen que envidiar a la excesiva médium de «Poltergeist» o a la bruja ciega de «Los Otros» (por cierto, y a modo de detalle freak, quería apuntar que Amenábar le hace un claro homenaje en su película a este prodigio del terror al bautizar al personaje de Eric Skyes, el jardinero, «señor Tuttle», exactamente igual que el criado que acondiciona la mansión de John Russell), e incluso, imprimen un ritmo desusado a la narración del film. Los prolegómenos de esta sesión, y el hecho en sí, son todo uno, evitan tediosos preparativos, y acaban conjurándose en un preciso instante de gran carga terrorífica, majestuoso, soberbio y lógico (pero no por ello más terrible). El otro gran susto es una concesión al miedo gratuito que no desentona en absoluto con el global del film. Pero sobre éste me abstendré de hacer ningún comentario: si el lector quiere saber más, tendrá que ver la película.

Al final de la escaleraEn resumen, «Al final de la escalera» es el último gran hito del terror puro, una película que, aunque vista mil veces, seguirá asustando siempre, con una sencillez pasmosa, casi sonrojante, consecuencia de una espléndida comprensión de los códigos del género. ¿Qué hay por tanto al final de la escalera? Eso es algo que el espectador deberá descubrir solo. Pero si decide hacerlo, mi consejo es que vigile atentamente lo que le rodea, y que mire siempre por encima de su hombro.

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