La Historia suele enseñarse a partir de grandes hechos y fechas señaladas, mapas, análisis sociopolíticos y tácticos, testimonios e interpretaciones de grandes autores e investigadores. Pero a veces el valor de las pequeñas historias resulta esencial para comprender cómo los tiempos convulsos afectan a la vida diaria de millones de personas, y cómo podemos prevenir grandes catástrofes que se repiten de forma cíclica en la historia de este pequeño mundo que habitamos. Ese es el propósito de la película de animación “El pan de la guerra” (“The Breadwinner”, Cartoon Saloon, 2017), que ahora puede verse en la plataforma de streaming Netflix.
Esta pequeña perla de la animación adapta la novela homónima de la autora canadiense Deborah Ellis publicada en 2002 y ambientada en Afganistán, en pleno régimen talibán, y está calificada para mayores de 12 años, por motivos obvios. La cinta fue dirigida por la animadora, directora, guionista, productora y actriz de voz Nora Twomey, con guion de ella misma y Anita Doron, y coproducida por Angelina Jolie, y recibió una nominación para los Oscar en la categoría de Mejor Película de Animación.
La autora de la novela original, Deborah Ellis, entrevistó durante varios meses a mujeres y niñas en los campamentos de refugiados en Pakistán y Rusia antes de iniciar la escritura de la novela. Las duras experiencias narradas por estas refugiadas trasladan sus intentos por sobrevivir y mantener su humanidad en un entorno cada vez más empobrecido, material y culturalmente, algo que se ve reflejado tanto en la novela como en esta película.
“El pan de la guerra” sigue las andanzas de Parvana, una niña de once años que vive en Kabul durante el primer gobierno de los talibanes. Nurullah, su padre, fue profesor de Historia y su madre Fattema locutora de radio, pero ambos perdieron sus trabajos cuando comenzaron los bombardeos sobre la capital afgana. La familia se completa con la hermana mayor de Parvana, Soraya, y sus dos hermanos menores, Maryam y Alí.
Todos ellos sobreviven a duras penas vendiendo sus últimas pertenencias valiosas, y ejerciendo de traductores y escribientes de cartas en un puesto improvisado del mercado. Cuando Nurullah es arrestado por los talibanes, Parvana intentará seguir trabajando en la calle, pero bajo el régimen talibán las mujeres han de llevar burka y tienen prohibido trabajar, e incluso caminar por la calle sin una figura de autoridad masculina.
Tras recibir una paliza, Parvana toma una determinación: se disfrazará de niño con las ropas de Sulayman, su hermano fallecido, y acudirá al mercado como antes para ganarse la vida y seguir llevando comida a su casa. Nuestra protagonista deberá sortear toda clase de peligros para mantener su identidad ficticia, al tiempo que se abre a un mundo cada vez más hostil a su género en una sociedad volátil, con la muerte esperándola en cada rincón. Desesperada por tener noticias de su padre, se verá obligada a acudir a la cárcel, el lugar más peligroso de la ciudad.
“El pan de la guerra” es un testimonio animado de hora y media de duración, básico para comprender la vida bajo el régimen dictatorial talibán, la dureza que la sharía impone a las mujeres y cómo el espíritu de la juventud se enfrenta con valor ─y también temor, por supuesto─ al peligro y las injusticias diarias. Y por qué no decirlo, un aviso a navegantes de lo que puede suceder en cualquier lugar del mundo cuando el fanatismo se impone y los derechos humanos pasan a ser perseguidos.
“El pan de la guerra” es una historia dura, con una narrativa afilada que ni su directora ni su guionista pretenden endulzar en ningún momento, pero capaz de trazar y seguir un hilo de esperanza en un entorno asfixiante y descorazonador, en el que no sólo la supervivencia puede ser posible a través de las lágrimas, sino en el que también la esperanza puede encontrar un pequeño hueco en el que medrar para alcanzar tiempos mejores.
En esta película experimentaremos el fanatismo y la maldad y la intolerancia más absolutas, pero también veremos manos tendidas, corazones llenos de ánimo y fuerza y el valor de las historias de ficción, capaces de sostener mentes asediadas por una realidad tosca y llena de absolutos, en la que los grises o la simple risa inocente no tienen cabida, sobre todo si provienen de una mujer.
Quizá “El pan de la guerra” logre enseñarnos algo… Al fin y al cabo esa puede ser una de las funciones del arte.
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