Durante muchos años yo desdeñé los prólogos de los libros. Suponían para mí únicamente un enojoso puñado de páginas que pasar, sin prestarles atención, antes de enfrascarme en la lectura de una obra.
Era más joven y, como escribió Gil de Biedma y canta Loquillo, «como todos los jóvenes yo vine a llevarme la vida por delante». Una combinación de impaciencia por entrar en el relato, de suficiencia juvenil y de querencia por asimilar las obras por mí mismo me impulsaba a actuar así.
Con el tiempo aprendí que, a veces, se puede disfrutar más de un libro si se escucha a algunos de quienes lo han leído antes con dedicación y perspicacia. Aunque el camino de la lectura sea personal, no está de más llevar un mapa.
Este ensayo toma su título, «Llamadme Ismael”, de las dos primeras palabras de la obra de Melville, con las que se nos presenta el narrador de la historia (tres palabras en la versión original inglesa de la novela: «Call me Ishmael»).
Como si protagonizara una de esas escenas en las que se ve el minucioso y sistemático proceso de descuartizamiento de una ballena, Olson se entrega a la tarea de hacer lo propio con Moby Dick.
Lo hace desde varios frentes y con variadas herramientas: consultando los manuscritos originales, escrutando la biografía del autor, analizando los aspectos formales, reflexionando con erudicción y perspicacia acerca de pasajes clave de la novela.
Y con vehemencia y elocuencia, dando una estructura atractiva al ensayo y dotando a sus palabras de una cadencia que arrastra al lector como una marea.
Seguramente no es ajeno a ello el hecho de que Charles Olson, además de crítico y ensayista, fuese también poeta.
Una fue la realidad. Melville conocía bien la vida en el mar, tras una década de trabajo en buques de pesca.
Concretamente, la historia narrada por un marino que habría sido testigo de los embates del mayor cetáceo visto en mucho tiempo (y que, por sí sola, dio lugar al manuscrito de una primera versión de Moby Dick, poco más que un mero relato de aventuras, en la que no aparecía el personaje del capitán Ahab).
La otra fue la literatura. Melville conocía bien la obra de Shakespeare, cuya relectura le resultaba inspiradora.
Concretamente, ciertas tragedias cuyos protagonistas (Lear, sobre todo, pero también Macbeth, Hamlet…) parecen encontrar continuidad en el capitán del Pequod.
Solo soy un lector de base, y no sé si las tesis que sostiene este ensayo son las únicas o las más certeras. Moby Dick es un libro que forma parte del canon de la literatura anglosajona —aunque su primera edición vendiera solo doscientos ejemplares y fuera mal acogida por la crítica— y sobre el que se ha escritio mucho.
Pero sí sé que el estilo y la vehemencia con que Olson las defiende me ha liberado de algunos prejuicios que aún mantenía hacia la supuestamente aburrida crítica literaria. Como en su día me deshice de otros, aquellos referidos a los prólogos.
Y acercarme a la estantería para hojear un ejemplar de la edición de Moby Dick ilustrada por Rockwell Kent, que reposaba olvidado en ella.
Encuadernado en cartoné, el libro tiene una sencilla y preciosa ilustración de cubierta, evocadora de noches estrelladas vistas desde otra cubierta, la de un ballenero. Es obra de José Enrique Gómez Larraz.
El diseño gráfico ha corrido a cargo de Gloria Gauger.
(Worcester, Massachusetts, 1910-Nueva York, 1979), académico y escritor, fue una figura fundamental para el desarrollo de la lírica estadounidense de la segunda mitad del siglo XX, tendiendo un puente crucial entre el modernismo de Ezra Pound o William Carlos Williams y los denominados New American Poets.
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