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«Animales fantásticos: Los secretos de Dumbledore»: mucho hechizo y poca magia

“Animales fantásticos”, como saga, fue una mala idea desde el principio. Las aventuras y desventuras de Newt Scamander (Eddie Redmayne) tenían encanto como historia autoconclusiva. Una vuelta al Mundo Mágico sin estar sujetos a Hogwarts y su curso escolar, visitando otros países y entornos, remontándonos a principios del siglo pasado. Pero a J.K. Rowling y Warner Bros. les pudo la ambición (o la avaricia) y decidieron que de ahí se podían sacar cinco películas, nada menos. En el algún momento durante el desarrollo del argumento, “Animales fantásticos y dónde encontrarlos” (2016) se convirtió en un prólogo encubierto de la Guerra de Magos Global (que nombre con tan poco gancho, por cierto). ¿El resultado? Una mezcla que no hace justicia ni al concepto inicial ni al enfrentamiento entre Dumbledore y Grindelwald.

La tercera parte de esta saga, “Animales fantásticos: Los secretos de Dumbledore” (2022), arrastra unos problemas heredados que ya son endémicos. El mismo título deja en evidencia su carácter híbrido. Esta no es la historia de Newt, sino la de Dumbledore, pero el segundo se mantiene casi siempre en la sombra, mientras el primero conserva un protagonismo que ya no le corresponde y que se siente tan forzado como la importancia de las criaturas mágicas en el devenir político del Mundo Mágico.

La película trata de dar sentido a la unión de tramas dispares y fracasa estrepitosamente. Es un film disperso, muy disperso, y tremendamente confuso. Me pregunto si los no-lectores sentían una confusión similar viendo “Harry Potter” o si en los años posteriores J.K. y el director David Yates decidieron que abarrotar de efectos especiales escena tras escena compensaba la falta de contenido. En “Los secretos de Dumbledore” no hay cohesión, no hay ritmo, y apenas hay un objetivo claro hasta pasado su ecuador. Entonces es casi peor. Se disfruta más como una antología de momentos aislados que como un todo, porque, sinceramente, la clave de todo lo que ocurre es una ridiculez.

El destino del mundo depende de que Grindelwald no se haga con una criatura llamada Qilin (básicamente, es un ciervo mágico que puede ver el alma de las personas y si eres muy muy bueno y puro de corazón, se inclina ante ti) y engañe a todos los magos y brujas para que le voten como Presidente Supremo del Universo, o algo así. Oportunidad perdida para que alguno de los presentes gritase “¡que a un Qilin le dé por hacer reverencias no es base para un sistema de gobierno! ¡El supremo poder ejecutivo deriva de la voluntad de las masas, no de una absurda ceremonia zoológica!”. Lástima.

Los secretos del título son, o cosas que ya sabíamos desde la publicación de “Harry Potter y las Reliquias de la Muerte” en 2007, o contradicciones con las cosas que ya sabíamos, o directamente cambios a la continuidad establecida anteriormente. Ah sí, y la confirmación de que Dumbledore estaba enamorado de Grindelwald, que era correspondido y que lo de más cercanos que hermanos siempre fue un eufemismo tan grande como el Colegio de Magia y Hechicería. ¡Después de quince años por fin es canon! ¡Que le den un aplauso a Rowling! ¡Diez puntos para Gryffindor!

¿Sueno resentida? Eso es porque lo estoy. La trágica historia de amor entre Albus y Gellert es, con diferencia, el punto más interesante y novedoso de esta guerra, pero han hecho falta tres películas para que sea reconocida de forma explícita y no solo a base de insinuaciones y de entrevistas diseñadas para que la autora se colgase medallas sin asumir ningún riesgo. E incluso ahora Warner lo censura en China, porque los principios solo son dignos de ser defendidos cuando generan ingresos.

La mayoría de personajes secundarios de “Los secretos de Dumbledore” no tienen propósito conocido. Su función como acompañantes de Newt era clara, pero con el rol del mismo Newt desdibujado, cuesta encontrar pretextos para incluirlos en la acción. Así, muchas de sus partes se antojan superfluas, puro relleno. Credence (Ezra Miller) aparece y desaparece sin aportar nada. Queenie Goldstein (Alison Sudol) cambia de bando sin consecuencias ni desarrollo. Jacob (Dan Fogler) es necesario en el equipo porque… ¿tiene un corazón muy grande? Ok. Yusuf Kama (William Nadylam) está ahí, dice un par de frases, no tengo ni la menor idea de qué pinta en la película.

La otra cara de la moneda son Jude Law y Mads Mikkelsen, que debería haber interpretado a Grindelwald desde el principio. Ambos están magníficos en sus respectivos papeles y, en particular, en las escenas que comparten. Consiguen mucho con muy poco y me hacen desear, en contra de toda lógica, que las dos secuelas planeadas lleguen a ver la luz del día, a pesar de que no tengo ninguna esperanza de que sean algo más que pasables.

Para rellenar los agujeros de su guion, la tercera entrega de “Animales fantásticos” tira de nostalgia de forma descarada. Personalmente, eso solo me genera rechazo. Sí, nos gustaba “Harry Potter”; sí, este es el mismo universo; no, eso no hace que tu película sea menos mediocre. Intentar que el público recuerde las similitudes solo hace más evidente las diferencias. “Animales fantásticos” debería ser capaz de ganarse a la audiencia por sí misma, pero no lo es. Nos prometieron magia, pero aquí solo encontramos trucos baratos.

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