Para ese “revisionismo” de barra de bar muy de moda hoy en día (pónganse los ejemplos que se considere), la lucha obrera es una cosa del pasado, tan desfasada como los sindicatos. Al margen de la mala imagen (o incluso la utilidad) que puedan tener las centrales sindicales en la actualidad, negar que los avances sociales y laborales no han venido otorgados, sino que ha habido que luchar por ellos desde hace mucho tiempo, supone no ver el presente con la perspectiva que supone echar la vista al pasado y comprenderlo. Supone no conocer la historia de un movimiento obrero cuyos logros hoy en día disfrutamos todos y que afectan a nuestro día a día: la jornada de ocho horas, el día de fiesta semanal, un salario estable, las vacaciones pagadas, etc., y por poner algunos pocos ejemplos que damos por sentados, no se consiguieron por que sí, sino que fueron fruto de una lucha obrera para conseguir unos derechos laborales que la patronal (y los Gobiernos) no iba a dar tan tranquilamente, sino que había que arrancarles y negociar constantemente. Esto no es demagogia, es historia, pues también remite a derechos que hoy en día damos por seguros como los de reunión, manifestación y huelga, y más en unos tiempos en los que estos derechos estaban vedados en la sociedad española; unos derechos por los que también hubo que luchar durante la dictadura franquista. Quizá por ello una película como “Vitoria, 3 de marzo”, que hemos podido ver hoy en el marco del BCN Film Fest –y cuyo estreno en salas, imagino que limitado, será el próximo 1 de mayo, una fecha más que oportuna–, y al margen de las virtudes y defectos cinematográficos que pueda tener, deviene necesaria. Y además recupera un episodio de violencia que ha quedado impune de una Transición que aún estaba en pañales.
La película recrea los días previos a la huelga general que se convocó en Vitoria-Gasteiz para el miércoles 3 de marzo de 1976 por parte de las asambleas de trabajadores de fábricas de la zona, que reclamaban una subida salarial y mejoras en las condiciones de trabajo (seguridad, higiene, etc.) y que la patronal se negaba a conceder. Un paro general que se vio precedido por una huelga que afectaba la supervivencia económica de las familias de los trabajadores, pero que consideraban que debían incentivar para lograr esas mejoras laborales. Las asambleas en las fábricas, al margen de los representantes de los partidos políticos (recordemos, aún en la clandestinidad) apostaban por la presión obrera mediante la huelga; la patronal reclamó mano dura al Gobierno Civil, que dependía de un Ministerio de Gobernación (actualmente, del Interior) en manos de un Manuel Fraga Iribarne que en aquella fecha estaba de viaje en Alemania (le sustituyó el ministro-secretario general del Movimiento, Adolfo Suárez, futuro presidente del Gobierno). Fuerzas policiales se reunieron, incluidos algunos efectivos procedentes de Mirada del Ebro, para reprimir las manifestaciones que se iban a producir aquel 3 de marzo y cuyo número de asistentes –no sólo de las fábricas en huelga, sino de los pequeños comercios urbanos, incluidos los centros escolares– desbordó las previsiones del gobernador civil, que recibió órdenes de disolver dichas manifestaciones.
La masiva reunión en asamblea de obreros en la iglesia de San Francisco de Asís, en el barrio de Zaramaga, se tenía que terminar como fuera. Se lanzaron gases lacrimógenos al interior de la iglesia –los allí reunidos confiaron en que el hecho de reunirse en una iglesia les protegería, quizá con bastante ingenuidad– para obligar a los asistentes a salir de su interior y en las afueras la represión fue brutal, como los extractos de las grabaciones de la policía recogen (y que se reproducen literalmente en el filme). No sólo se disparó con pelotas de goma para dispersar a los manifestantes, sino que se utilizó munición real. Como resultado, cinco trabajadores murieron por disparos de bala y hubo un centenar de heridos. Como se escucha en las grabaciones por boca de uno de los policías, «hemos contribuido a la paliza más grande de la historia. Aquí ha habido una masacre. Cambio. De acuerdo, de acuerdo. Pero de verdad una masacre».
«Vitoria, 3 de marzo» quizá dirija de manera poco sutil en ocasiones al espectador, aunque también deja en el aire algunos flecos relacionados con algún que otro personaje, mientras que fuerza a las diversas figuras a evolucionar, no como hubieran querido en ocasiones, en virtud de unos sucesos que pronto los superará. En este sentido, el guion es fluido y funciona como retrato de una realidad convulsa en tiempos que no son fáciles para nadie. Las motivaciones de cada cual parecen puras, pero los grises tiñen el color de cada uno de ellos a medida que avanza el metraje, a veces con una cierta previsibilidad (y alguna que otra nota de ingenuidad). Los noventa minutos que dura la película parecen suficientes, dejando para el tramo final la parte de reconstrucción de los hechos en torno a la iglesia de San Francisco de Asís y las cargas policiales (con alguna que otra secuencia previa, como la del interrogatorio de una asustada Begoña en comisaría que cae en una cierta truculencia, aunque sea precisamente una recreación más que fiel de mentalidades de la época en cuanto a una policía cuya labor al servicio de un régimen que todavía no ha cambiado desde la muerte de Franco, apenas cuatro meses atrás). El hecho de que se dedique la mayor parte del metraje a los días previos a la huelga general, a presentar el tema de fondo y los personajes sobre los que pivotará la trama, puede que ralentice algo la acción; pero es precisamente esa recreación de la época, las diversas actitudes sociales, los miedos aún latentes y las ansias de cambios y mejoras sociales, lo que da valor a un filme que muestra que había mucho camino por recorrer en una sociedad que aún no había alcanzado esa democracia que hoy en día apenas sabemos o queremos valorar.
El resultado es un filme de denuncia de unos hechos que quedaron impunes –nadie, ni en el Gobierno Civil alavés ni en el propio Ministerio de Gobernación, fue procesado por la masacre– y que se muestra militante en cuanto al trasfondo obrero y las reivindicaciones laborales. Quizá un exceso de subrayado en el mensaje resulte algo forzado, pero desde luego lo que se refleja en este filme no deja indiferente a un espectador que conviene que no olvide que nada viene dado de por sí, que todo avance social se ha logrado, como menciona uno de los personajes, arrancándolo de las manos de un capital hoy en día más difuso y sutil, pero no menos dispuesto a recortar siempre que sea necesario. Una película que impacta con buen tino y que nos obliga a no bajar la guardia: lo que sucedió en aquel miércoles de marzo de 1976 no es algo que deba dejarse en un cajón, sino un recordatorio de que la ciudadanía (y los trabajadores) deben hacer valer sus derechos.
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La película y la crítica prometen. Sólo aclarar que el nombre del barrio donde se produjeron los hechos es Zaramaga no Zumárraga. Fue el barrio de mi infancia y juventud. Salud.
Gracias, Isabel, ya está editado. Ha sido un fallo de edición, el redactor fue preciso en la localización.