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La Tierra permanece, de George R. Stewart: el apocalipsis tranquilo

¿Qué pasaría si, mientras agonizas en tu refugio de las montañas, una misteriosa enfermedad acabase con un tercio de la humanidad? Este es el escenario que George R. Stewart plantea en “La Tierra permanece”, la que fue su única novela de ciencia ficción. Publicada por Gigamesh en septiembre de 2016, está lejos de parecerse a ninguna otra obra que haya narrado antes el fin del mundo. Su evocador aroma a clásico nos aparta de la idea actual de apocalipsis, así que olvídate de encontrar zombis, explosiones, acción y/o universos distópicos. Esta obra destaca tanto por su marcado carácter didáctico como por su estilo poético y exageradamente pausado.

Cuando Isherwood Wiliams se despierta después de recuperarse de una picadura de serpiente, descubre que es uno de los escasos supervivientes de la plaga que se ha llevado la civilización tal y como la conocía.

Prevaleciendo su carácter de observador e investigador sobre el terror y la soledad, Ish se embarca en un viaje por el sudoeste de Estados Unidos en busca de otros como él, con los que intentará formar una comunidad para restablecer la civilización perdida. Ajena a sus esfuerzos, aciertos y desaciertos, la Naturaleza sigue su curso, haciendo desaparecer poco a poco todo rastro de la presencia del hombre.

Lo primero que llama la atención en “La Tierra permanece” es su pausado estilo narrativo. Las primeras cien páginas del libro son un largo monólogo interior de su protagonista, intercalado por los comentarios en cursiva de un narrador omnisciente que nos cuenta cómo evolucionarán determinados elementos cuando no están afectados por la presencia del hombre.

Solo hacia el final del libro uno (la novela está dividida en tres), Ish se vuelve parte fundamental de la acción en vez de actuar como mero observador, si bien no deja totalmente de lado esta faceta. Es a partir de aquí cuando la comunidad toma forma, entran nuevos personajes y el ritmo se acelera, haciendo la lectura mucho más digerible aunque no por eso menos reflexiva.

Es entonces cuando la recién formada Tribu debe enfrentarse a los retos que su entorno y su propia naturaleza les plantean: desde la procreación como pilar de la supervivencia hasta la lucha por la conservación de ciertas costumbres o la creación de otras nuevas. El autor toca los palos fundamentales de la baraja de la vida (alimentación, salud, cultura, mitología, costumbres…) todo ello reflejado en una obra que bien podría ser un pseudo documental novelado sobre la supervivencia de gente sencilla a un cambio total de paradigma.

En “La Tierra permanece”, los personajes son personas comunes, sin habilidades especiales, grandes conocimientos ni derroches de heroísmo. Aquí no hay obstáculos insalvables. Se trata de explorar cómo vivirían los seres humanos si la civilización se fuese al traste de un día para otro. Pero ni así renuncia a la emoción, y hay momentos en el que Stewart logra encogerte las tripas, tal y como lo hace la vida misma. Esa capacidad de dotar de tanta intensidad e importancia a todo lo cotidiano (pues pensándolo bien, la tiene), es otra de las telarañas con las que la novela consigue atrapar al lector.

Al final, nos encontramos ante una obra en la que, más que nunca, adoptamos el papel de voyeurs, y que nos arroja ante los ojos una de las posibilidades más realistas y factibles de lo que podría ser el apocalipsis. Que invita a la reflexión sobre el cambio constante, pues el planeta no dejará de girar por mucho que la humanidad no esté ahí para verlo; y sobre la falsa creencia de que somos dueños y señores del mundo. Porque, como dice el libro del Eclesiastés: «Generación va, generación viene; más la tierra siempre permanece».

Podría escribir muchas más alabanzas sobre “La Tierra permanece”, pero, estando considerada como una de las cumbres del género y con ese regustillo a clásico que lo envuelve, casi te diría que no hay razones para que no le eches la zarpa. Eso, claro, siempre que puedas enfrentarte a un apocalipsis tranquilo, donde ni zombis ni explosiones ni gritos agónicos estorbarán tu misión de observación científica del (no tan) fin del mundo.

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