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Canción de Navidad, de Charles Dickens

Papá Noel existe: se llama Charles Dickens y es escritor. La relación del mayor cronista social de la Inglaterra victoriana con la Navidad siempre fue intensa y particular. Dickens, tenido por sus contemporáneos (entre los que figuraban gigantes literarios de la talla de Robert Louis Stevenson o Rudyard Kipling, ahí es nada) como el mayor escritor de su tiempo, consideró el periodo navideño como la mejor oportunidad con la que azotar las conciencias de un país que vivía orgulloso de su bonanza y de un sistema que aplacaba cualquier opinión alejada de la visión idílica que autoridades y autores (pues gran parte de la imagen idealizada de este periodo nos ha sido transmitida a través de las novelas de época) querían y pretendían ofrecer.

La obra de Dickens tiene mayor valor que la de Wells, Doyle o Haggard, porque en ella es posible vislumbrar la verdadera Inglaterra, una potencia de primer orden mundial que se cimentó, como muchas otras antes que ella, sobre unos pilares antitéticos. Así, la Inglaterra del progreso era también la de la explotación laboral; la Inglaterra científica era, asimismo, profundamente incrédula y supersticiosa; la Inglaterra imperial estaba sacudida por terribles problemas internos, el más descarnado de los cuales era, sin duda alguna, la pobreza. Dickens fue el gran narrador de la pobreza, el portavoz de los desfavorecidos, el cronista de las injusticias y el denunciante de los excesos del Sistema. Donde otros hablaron de las excelencias de su país, orgullo del mundo, él trató de sus miserias. Hablar de las tramoyas del Imperio no era tan fácil ni tan cómodo, pero a la gente le gustaba, y eso era lo importante.

El inglés de 1843, año de nuestro “Christmas Carol” (o “Canción de Navidad”), no se diferenciaba mucho, del de un siglo después: en ambos casos, la vida era una continua y compleja escalada por la que se ascendía patinando. Por eso, tanto al inglés de 1843, como al de 1943 les gustaba Dickens: básicamente, porque abandonaba submarinos y mundos lejanos para tratar de sus inquietudes y sus dificultades diarias. Siempre que pudo, y la tiranía de las publicaciones seriadas y folletinescas se lo permitía, “Boz” (seudónimo con el que se presentó al exigente público británico) procuró no faltar a su cita con la Navidad. Desde 1843 hasta su muerte publicó diez cuentos que la utilizaron como trasfondo. La mayor parte de ellos poseen ahora un interés relativo, basado más en su curiosidad que en su calidad, salvo dos, el que nos ocupa, y “Prohibido el paso” (“No Thoroughfare”, de 1867), escrita en colaboración con su amigo Wilkie Collins, un aburrido autor que se empeñaba en dilapidar su talento literario con farragosas novelas interminables empecinándose en demostrar, una y otra y otra vez que la etiqueta de “genio del suspense”, se quedaba en descarada, meditada y calculada propaganda. Sin embargo, no nos distanciaremos mucho de Wilkie Collins porque pronto jugará un papel fundamental en nuestra futura argumentación.

El embrión de “Canción de Navidad” radica en la repulsión que Dickens experimentaba ante los desajustes sociales: según cuentan unos hechos que son ya leyenda, el escritor presidía el Manchester Atheneum, “institución filantrópica que aspiraba a proporcionar recursos culturales y esparcimiento intachable y racional a las clases trabajadoras” cuando tuvo la inspiración de escribir un opúsculo que resumiera la crueldad del sistema penitenciario inglés y la situación más que dudosa de los niños en relación con el mismo. A última hora, comprendiendo no obstante que un relato sería más efectivo que un panfleto, se decidió por cambiar el formato. Nacía así “Canción de Navidad”.

¿Necesita alguna presentación el que es uno de los clásicos indiscutibles de la literatura universal?. “Canción de Navidad” no sería lo mismo sin el tacaño sin escrúpulos de Ebeneezer Scrooge. Creado según unos patrones estereotipados y caricaturescos (como era habitual en alguien que había debutado literariamente con “Los papeles póstumos del Club Pickwick”), para facilitar su inmediato reconocimiento por parte del público lector, Scrooge es la más famosa criatura salida de la pluma del inglés. Superior en fama a Oliver Twist, el huérfano que naciera cinco años antes que él, o a David Copperfield, trasunto del mismísimo Dickens, Scrooge ha entrado en el panteón de la inmortalidad por representar adecuadamente las dos caras de la Inglaterra victoriana: la que desde su opulencia era incapaz de percibir, por desinterés, a la que simbolizaba su apremiante realidad circundante. La conversación que Scrooge mantiene con los representantes de una organización de beneficencia, en la que repasa uno a uno todos los mecanismos de coerción del sistema (desde cárceles hasta asilos), instrumentos de la perpetuación y el mantenimiento de las injusticias, es el ejemplo más transparente de lo que el viejo cicatero personifica: una alegoría del inglés boyante que sólo vive por y para las apariencias, exactamente igual que Inglaterra, y que se muestra insensible ante los hechos.

Por eso Scrooge recibe la visita de tres espíritus, el de las cosas que fueron (Navidades pasadas), el de las cosas que son (Navidades presentes) y el de las cosas que serán (Navidades Futuras). Dickens disfrazará bajo la forma de un ameno relato una furibunda y despiadada crítica social, sólo desenmascarada en el capítulo relativo al Espíritu de las Navidades Presentes, centro físico y neurálgico del libro. En sus labios pondrá frases terribles: “Si tu corazón es de hombre y no de piedra, reprime tu maldita hipocresía hasta que hayas descubierto qué exceso de población hay y dónde está ese exceso. ¿Serás tú quien decida qué hombres deben vivir y qué hombres deben morir?”. El interlocutor en la novela es Scrooge, pero realmente el discurso va dirigido a los gobernantes ingleses. Cada espíritu tiene su correspondencia con una “Inglaterra”, la que fue, la que es y la que será; las dos primeras son irrecuperables, pero aún hay tiempo para salvar a la tercera. Aunque haya que despertarse del sueño (casi toda la obra transcurre de esta forma) con tesón y esfuerzo.

Pero “Canción de Navidad” trasciende las fronteras de la pura crítica social para convertirse en un relato espléndido, maravillosamente construido (posiblemente, y dado que escrito del tirón y sin las interrupciones de la novela por entregas, sea la más perfecta obra de Dickens), protagonizado por personajes inolvidables que van, también, más allá de Ebeneezer Scrooge, dotado de escenas para la posteridad (el encuentro entre el avaro y su fallecido socio, Jacob Marley; el fantasma de las Navidades Futuras…), con una estructura musical y cinematográfica (“Canción de Navidad” podría ser lo más parecido a una gran producción hollywoodiense, pero en versión literaria) que la vuelve inmortal y favorece su revisión continuada.

También es una prodigiosa narración fantasmagórica. La faceta de Dickens como autor terrorífico ha sido poco estudiada, redundando así en su semidesconocimiento, pero no debe menospreciarse, especialmente cuando fue él quien concibió uno de los más escalofriantes relatos sobre fantasmas de toda la literatura, “El guardavías”, cuento que merecería una mención y un espacio particular.

Dickens adoraba lo gótico. No es difícil percibir su presencia en ciertas novelas suyas, como “Martin Chuzzlewit”, “Casa Desolada” o la inacabada “El misterio de Edwin Drood” (me atrevería a añadir, incluso, los pasajes relativos a la señorita Havinsham de “Grandes Esperanzas”). No es extraño que el terror “dickensiano” sea una transposición de la realidad, pues nada parece haber más terrible que ella. Los vericuetos sociales y jurídicos (la crítica legal va a ser una constante en su bibliografía) no distan mucho de los recovecos polvorientos de vetustos castillos abandonados. Dickens era un victoriano hasta la médula, y como tal, se sentía atraído por los muertos y el más allá, reproduciendo esta fascinación, como era mínimamente exigible, en sus obras.

Cultivó la amistad de otros autores, como el ya mencionado Wilkie Collins, o el fatuo Edward Bulwer-Lytton (responsable del dramón histórico “Los últimos días de Pompeya”) que experimentaron con el terror en las páginas de Household Worlds, periódico del que Dickens era editor desde 1850. Collins, cuyo potencial quedaba al descubierto en las narraciones breves, edificaba relatos de un horror latente, que se iba manifestando de forma progresiva, hasta su funesto y trágico estallido. Solía ser un terror nacido, como en Dickens, de la contemplación de lo próximo, aunque Collins lograba3. pasarlo por un filtro un tanto más intelectual, como Bulwer Lytton, quien de tan cultivado como era, se hacía alambicado y ampuloso hasta el punto de parecer un gótico entre victorianos.

Un relato de fantasmas es idóneo para leerlo en Navidad, alrededor de una chimenea, a la lumbre de un fuego escuchimizado. Quizás por eso, “Canción de Navidad” sea un clásico entre los clásicos y un mito. O quizás no tenga nada que ver con ello. Quizás el lector haría bien, en estos días de prisas sin pausas, en sentarse en un mullido sillón, a la sombra de su fuego favorito y dedicarle un poco de tiempo a este maravilloso villancico en prosa en cinco actos. Se haría un estupendo regalo de Navidad.

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